Israel y la banalidad del mal
La sociedad israelí del siglo XXI (80% de judíos frente a un 20% de población árabe), sería un crisol de razas, costumbres, lenguas y valores que tan sólo tendrían en común su origen judío y en la que se estaría produciendo un golpe de mano silencioso de una minoría ultra ortodoxa, los “haredim”.
A pesar de que tan sólo representan el 10% de la población serían un Estado dentro del Estado, listo para fagocitar todas las áreas sensibles del poder del Estado judío (Interior, Vivienda, el Mossad y los mandos del Tzáhal o Ejército judío) e intentar imponer la “Halajá” o ley judía a más del 40% de población que se declara laica, segmento de filiación europea, inmersa en la cultura y modo de vida occidentales y que desea ser regida por la ley civil como en las demás democracias formales occidentales.
En consecuencia, podríamos asistir a la agudización de la fractura civil de la sociedad israelí en los próximos años, preludio de una posterior deriva totalitaria de la actual democracia israelí que tendrá su culminación con la instauración en el Estado israelí de un régimen teocrático-militar, lo que conllevará que amplios sectores de la juventud laica y urbana israelí deban optar por engrosar la lista de colonos teledirigidos por los haredim o emigrar a Occidente para escapar de la distopía teocrática-militar israelí de la próxima década.
En 1.938, el visionario Einstein avisó de los peligros de un sionismo excluyente al afirmar:
“Desearía que se llegase a un acuerdo razonable con los árabes sobre la base de una vida pacífica en común pues me parece que esto sería preferible a la creación de un Estado judío”.
Tesis imposible de germinar en pleno siglo XXI dada la inexistencia en ambos bandos de interlocutores válidos para negociar una paz duradera que lleve implícito el mutuo reconocimiento de los Estados de Israel y el de Palestina.
Así, el ex presidente Jimmy Carter que pasó a la Historia al lograr el histórico acuerdo de Camp David entre Israel y Egipto en 1979 en su libro ‘Palestina, Paz no Apartheid’, Carter denuncia el “sistema de apartheid que Israel aplica sobre los palestinos”.
Asimismo, en el citado libro denuncia “el incumplimiento por parte de Israel de los compromisos adquiridos en el 2003 bajo los auspicios de George W. Bush”, que incluían las exigencias de la congelación total y permanente de los asentamientos de colonos judíos en Cisjordania, así como el Derecho al retorno de los cerca de 800.00 palestinos que se vieron forzados a abandonar Israel tras su constitución como Estado en 1.948 (nakba).
Dicha hoja de ruta fue aceptada inicialmente por Israel y ratificada posteriormente por Olmert y Abbas en la Cumbre de Annapolis (2007) con la exigencia de “finiquitar la política de construcción de asentamientos en Cisjordania y flexibilizar los controles militares que constriñen hasta el paroxismo la vida diaria de los palestinos”, situación distópica que llevó al activista judío de los Derechos Civiles y superviviente del Holocausto, Israel Shakak a afirmar:
“Los nazis me hicieron temer ser judío y los israelíes me avergüenzan de ser judío”.
Sin embargo, la teórica política judío-alemana Hannah Arendt en su libro “Eichmann en Jerusalén”, subtitulado “Un informe sobre la banalidad del mal”, nos ayudó a comprender las razones de la renuncia del individuo a su capacidad crítica (libertad) al tiempo que nos alerta de la necesidad de estar siempre vigilante ante la previsible repetición de la “banalización de la maldad” por parte de los gobernantes de cualquier sistema político, incluida la sui-genéris democracia judía, pues según Maximiliano Korstanje “el miedo y no la banalidad del mal, hace que el hombre renuncie a su voluntad crítica, pero es importante no perder de vista que en ese acto el sujeto sigue siendo éticamente responsable de su renuncia”.
Israel y la banalidad del mal