El ojo delator del taxista hipotecado
- ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. Edgar Allan Poe.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó. Quería mucho al sector del taxi. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo celeste. Cada vez que un taxista hipotecado lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al sector del taxi y librarme de aquel ojo para siempre.
Ustedes me toman por loco. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el sector. Todas las noches, hacia las doce, ¡si me vieran contar los 30 euros de Judas que era el premio a mi traición! ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente actuaba! ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y esto lo hice cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo del taxista hipotecado rondar mi mente y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el sector del taxi quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial: «Taxista, ¡¡¡vivirás, no temas!!!!.», le aseguraba, a pesar de mi traición.
Al llegar la noche, procedía con cautela, había sentido el alcance de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos!
¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el sector del taxi y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea…».
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos?
En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del sector del taxi, el infernal latir del corazón cada vez más rápido, cada vez más fuerte. ¿Me siguen ustedes con atención? Sin embargo, el latido crecía. Me pareció que aquel corazón iba a estallar. ¡La hora final del viejo taxi amarillo y negro había sonado!. Clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó.
Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las puertas del coche. Cesó, por fin, de latir. El viejo taxi había muerto. Levanté la vista y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo taxi sin app bastarda estaba bien muerto. Su ojo de taxista hipotecado no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver del sector negro y amarillo. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo, descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas, un desguace machacando taxis con conductores dentro. Carrocerías, taxímetros oxidados y flujo sanguíneo.
No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el punto exacto.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan, pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba. Era un resonar apagado y presuroso. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente.
¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo?
¿Era posible que no oyeran? ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas!
¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que traicione al sector del taxi! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
«Ordoñez:»¡Apague ésa horrible app y desentierre los cadáveres que ha provocado este loco y el resto de traidores!».
«Señor, mire a la izquierda. Esa rata enorme albina. Es el que le mandó las órdenes a éste pirado. Mire cómo devora a todo el sector».
«Dios, es Arturo Gordon Pyn.Perdio’ su alma después de un inhumano naufragio dónde sortearon la vida de sus compañeros. Después de zampárselos fundó una app colaborativa».
La enorme rata se volvió hacia ellos, reflejándose en la niña del ojo del taxista autónomo hipotecado.
Un final incierto que desató los más terribles rumores. Lo cierto es que los cuerpos de los allí presentes nunca fueron hallados.
Y del loco de la narración sólo queda una lista de los señalados rescatada en una excavación en los yacimientos del antiguo poblado de Sants. Y podía ser cualquiera.
Aunque todo apunta que fue. V—L—–C—–RAs D—Ó —-S. El resto es ilegible.
El ojo delator del taxista hipotecado