Cien años sin Lenin, el revolucionario que inauguró el siglo XX
El 21 de enero de 1924, moría, mudo y paralizado, Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por su apodo de Lenin. Tenía 53 años. Había sufrido el cuarto infarto cerebral desde 1922, cuando su salud había empezado a declinar. Dejaba un nuevo imperio de pie, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), mientras el país se preparaba para sufrir una de las dictaduras más brutales de la historia, la que encabezaría Stalin, hasta entonces cortesano lagunero del líder bolchevique.
Posiblemente, la vida del dirigente soviético habría ido por otros caminos de no haber sido por la figura de su hermano mayor, Alexander, miembro de un grupo armado que preparó un atentado contra el zar Alejandro III. Rusia era una monarquía absoluta, que se resistía a emprender reformas sociales como sí habían impulsado –o aceptado– otras coronas europeas. La industria seguía siendo débil en el país y más del 70% de la población vivía en la Rusia rural. A finales del XIX, se extendieron núcleos revolucionarios.
En 1881, era asesinado en San Petersburgo Alejandro II, uno de los monarcas que había mostrado cierto afán reformista. Por ejemplo, había dado libertad a los siervos, aunque las duras condiciones de vida en el campo no experimentaron muchas mejoras. Le sucedió su hijo, Alejandro III, igual de autoritario pero sin las inquietudes renovadoras del padre. En 1887 Alexander Ulich Ulianov, fue detenido y acusado de intento de matar al zar. Fue ejecutado.
Ese episodio impactó al joven Lenin, de sólo 17 años. Así empezaría su militancia política. Ingresó en el Partido Socialdemócrata, que entonces reunía a los marxistas de toda condición. De allí se separaría años más tarde para crear el Partido Bolchevique, nítidamente comunista. Pero Lenin tuvo que contemplar cómo el zarismo seguía, a pesar de los graves problemas sociales del país.
Después de Alejandro III vino otro zar, Nicolás II, de un carácter más melancólico que su padre, pero con la misma mentalidad absolutista. El régimen, sin embargo, tuvo que hacer concesiones. La Revolución frustrada de 1905 dejó la nieve de San Petersburgo manchada de sangre, pero llevó a la convocatoria de un parlamento o Duma, siempre vigilado de cerca por el gobierno.
Al zarismo se le llevó la Primera Guerra Mundial. A las penurias de siempre, se sumó la mortandad al frente, donde los soldados eran enviados sin equipamientos adecuados para combatir contra Alemania y Austria junto a los aliados Francia y Gran Bretaña. Mientras el zar intentaba dirigir la guerra fuera de la capital, en San Petersburgo la emperatriz Alexandra se rodeaba de una corte corrupta en la que emergía la figura del turbio Rasputin, que se había hecho imprescindible para ser el único que serenaba al príncipe heredero en sus crisis hemofílicas.
Desangrados por la guerra
En febrero en el calendario ruso, que iba 13 días atrás respecto al calendario juliano, o en marzo de 1917 estalló la revolución en San Petersburgo. El país ya estaba desangrado por la guerra y el hambre. El gobierno se vio pronto impotente porque no disponía de una fuerza armada leal y potente.
El zar, colapsado, abdicó y se formó un gobierno provisional con los partidos democráticos de la Duma. Pero lo que hubiera podido ser una experiencia democrática no tuvo tiempo de afianzarse. El gobierno Kerenski , un socialdemócrata, cometió un fatal error: intentó continuar la guerra, que era muy impopular.
Lenin se enteró de la caída del zar por la prensa, desde el exilio en Ginebra. Regresó apresuradamente a San Petersburgo y se encontró un país agitado. En unos meses preparó con la cúpula bolchevique el golpe de octubre de 1917 que derribó a Kerensky y proclamó el régimen comunista.
Fueron años de debates intensos dentro del partido mientras los bolcheviques afrontaban una guerra civil contra la llamada Rusia blanca, un conglomerado contra el nuevo régimen que sería derrotado en 1923. La figura de Lenin, líder indiscutible del partido y jefe del gobierno, convivía con más ambiciones. La más brillante era la de Trotsky, siempre crítico, defensor de la tesis de exportar la revolución, que Lenin -con el apoyo de Stalin- consideraban peligrosa.
Pragmatismo y economía mixta
Lenin no pudo disfrutar muchos años de su triunfo, pero pudo ver cómo se levantaba la URSS sobre los escombros del imperio anterior, el de la monarquía de los zares. Tuvo tiempo de demostrar que, pese a producir obra teórica, era un pragmático por encima de todo. Si el nuevo estado soviético era dictatorial y de partido único, desde 1921 Lenin impuso la llamada Nueva Política Económica (NEP), que pretendía responder a la caída general de la producción con medidas de economía mixta, permitiendo un ámbito de sector privado.
Hacía tiempo que advertía del excesivo poderío de Stalin, que formalmente ocupaba el cargo de primer secretario del comité central del partido. En un testamento que nunca fue hecho público -y que Khrushov reivindicaría años más tarde-, recomendaba apartar a Stalin del cargo y mostraba inquietud por las tensiones entre éste y Trotsky.
Nunca sabremos lo que hubiera sucedido de haber vivido un tiempo más. Quizá hubiera detenido los pies en Stalin, un hombre que, tan ambicioso como Lenin, no sentía la presión de ningún freno a la hora de imponerse sobre sus rivales.
Inmediatamente después de su muerte, Stalin demostraría que era el más hábil para hacerse con el poder supremo. Un poder que convivió simbólicamente con la memoria de Lenin, embalsamado en el Kremlin y que aún hoy puede ser visto por los turistas. El periodista Manel Alías recordaba estos días las tareas preparatorias para asegurar que el cadáver se conservara, realizando ensayos con otros fallecidos.
Desde entonces, el cuerpo de Lenin ha hecho cierta función de legitimación del poder de turno en Rusia y sigue siendo, posiblemente, el líder ruso que goza de mayor consenso favorable. Incluso cuando, derruido ya el comunismo, la momia permanece en el Kremlin.