Era 1990, y Nueva York, en su constante bullicio, apenas se inmutaba ante la llegada de visitantes internacionales. Sin embargo, en esta ocasión, el grupo que desembarcó en la ciudad parecía traer consigo una energía diferente.
Eran taxistas de Barcelona, homenajeados por el Ayuntamiento por su singular labor educativa en Ciutat Groga, una institución que desafiaba los límites de lo convencional. Y en vísperas de los Juegos Olímpicos de Barcelona, ellos decidieron cruzar el Atlántico para dejar una marca en nuestra metrópolis.
Para los neoyorquinos, que pasan sus días al ritmo frenético del tráfico, la llegada de este grupo de taxistas representó una curiosa anomalía. Los taxis de Barcelona no eran diferentes en apariencia a los nuestros, pero los conductores venían con historias, con una actitud que reflejaba una conexión más profunda con su oficio.
No eran simplemente conductores; eran músicos, mecánicos, historiadores, contables, profesores de catalán e inglés. En una ciudad donde la velocidad lo dicta todo, sus historias aportaban un matiz humanista al mundo del transporte urbano.
Al caminar por Times Square, algunos neoyorquinos se detuvieron a observar a este grupo de extranjeros que parecía llevar consigo un aire de descubrimiento. La forma en que reaccionaban a las luces, los carteles y la energía omnipresente de la plaza era un recordatorio de cuánto damos por sentado la maravilla que es Nueva York. Nos devolvieron una imagen de nuestra ciudad, no a través del lente cansado de los locales, sino a través de los ojos de quienes aún la ven como algo deslumbrante.

Cuando entraron al Museo Metropolitano, quizá un portero curioso les hizo preguntas sobre Barcelona. Los neoyorquinos somos conocidos por nuestra franqueza, pero también por nuestra curiosidad. El choque cultural fue evidente: ¿Cómo comparaban nuestras calles llenas de baches con las suyas? ¿Qué pensaban del consumismo desenfrenado que domina nuestras tiendas? ¿Qué sensación les daba la Estatua de la Libertad, ese símbolo ambiguo de esperanza y contradicción?
Y luego llegó Greenwich Village, ese rincón rebelde donde los músicos callejeros y los artistas bohemios encuentran su refugio. Allí, los taxistas parecieron mezclarse con la energía del lugar, interactuando con los músicos y dejando que la esencia del barrio les envolviera. Quizá un neoyorquino que pasaba por ahí les ofreció una dirección para descubrir algún local oculto, o quizás les recomendó la mejor cafetería para reflexionar sobre el viaje.
Desde la perspectiva de un neoyorquino, este grupo de visitantes no solo eran turistas; eran embajadores culturales, llevándose un pedazo de nuestra ciudad mientras nos recordaban, con sus historias y sus miradas, lo que nuestra jungla de asfalto significa para el resto del mundo. Y aunque los neoyorquinos solemos mirar a nuestros visitantes con cierta distancia pragmática, también sabemos reconocer cuando algo especial está ocurriendo.
Estos taxistas, con sus personalidades y vivencias, dejaron un eco en nuestra ciudad, un recordatorio de que incluso en la vorágine de Nueva York, hay espacio para historias que conectan culturas y celebran la humanidad.